El Diario de Ávila, 6 de mayo 1945
Tres, si no cuatro, son los años discurridos desde que abordé este mismo tema, el mismo problema, con la misma pluma, del mismo tintero, con la misma paciencia…
Es el gran problema de la vivienda. Es ese gran problema, de todos conocido, cuya solución se encuentra fuera del alcance de los más intrépidos y precoces opositores de una casita en cualquiera calle, en indiferente plaza… en tanto que el feroz tribunal de feroces caseros, con afanes desmedidos, atisban solapadamente a través de los cristales de sus confortables casas, a cientos de infelices, de caras flágidas, demacradas, que viven hacinados en inmundas habitaciones, con eso que han dado por denominar derecho a cocina, perdiendo el tiempo por esas calles de Dios, raudos buscando, con ansias de refugio en soñados sanatorios. Y los caseros feroces, imperturbables y satisfechos, siguen solapados mirando a través de los cristales, acariciando con fruición judía las llaves de casas que cerraron a la necesidad, a las que tienen únicamente acceso (pues se reservan el derecho de admisión) algunas gentes de las que hemos convenido en llamar veraneantes, veraneantes que perdieron el tren de San Sebastián o de Biarritz.
Estos caseros son razonables, sagaces, discretos, calculadores y hasta desinteresados, ya que no alquilan sus propiedades urbanas más que durante dos meses cada doce. ¡Para qué más! Son tan humildes que se conforman con dos mensualidades, de esas mensualidades veraniegas que bien multiplicadas, como multiplican algunos cobradores de impuestos, resultan treinta y dos y se llevan las que pueden.
Pero no todo ha de ser para los caseros, pero también para no pocos inquilinos, inquilinos igualmente calculadores y vividores, como yo y otros muchos diríamos. Claro está… que bien pensado las casas son para vivir, como el arroz y el bacalao de Escocia o de Toledo.
Hoy he visitado una casa pequeña, sucia, de paredes leprosas de escarlatinosos suelos. En ella vive, y no mal, una inquilina, viuda de un inquilino, con un hijo, una hija y tres pequeñuelos, que en aquel momento comían, es decir, devoraban con avidez unos puñados de uvas entre blancas y negras, y que ellos, no obstante, aseguraban ser albillas. A mí se me antojaron garbanzos andaluces de los excluídos de cupo. La tal inquilina paga, o dice que paga dieciséis pesetas mensuales por la casita, y que jura no cambiaría por la lámpara de Aladino. Esta señora se me quejaba con lamentos desgarradores de su casero, un casero sin conciencia, quien amparándose en la Ley de Arrendamientos Urbanos, le aumentó la renta de la casa en siete reales cada mes. ¡Este casero –me decía- es un ogro, no se conforma con nada, todo quiere engullírselo! ¡Ay, señor, no sé adónde vamos a llegar! Y además –continuó- me hace pagar ¡fíjese bien! Todos los meses, también, dos pesetas de agua, y nosotros no gastamos ni siguiera el mínimo (cosa que le creí al instante).
Pero la tal inquilina quiso ocultarme que tiene subarriendada en esta misma casita de paredes leprosas y escarlatinosos suelos, una habitación en doscientas pesetas ¡y pásmese ustedes! ¡También mensuales! ¡Para que digan luego de los caseros! La tiene subarrendada a un desgraciado matrimonio con tres hijas, tres hijas como las hijas de Elena y que no tienen más que el espíritu, de puro flacas.
¿Cómo podéis resolver este problema, caseros e inquilinos, calculadores, discretos, humildes y vividores? Yo que he leído tanto como Pitágoras he creído encontrar la solución. Para resolverle no se necesita otra cosa que la conciencia, esa conciencia de que tanto alarde hacemos los cristianos, claro está que para algunos la conciencia es una cosa de conveniencia, y la presentan con oropeles diplomáticos cuando la necesitan, que cuando no… al diablo con la conciencia.
¡Caseros, propietarios por la gracia de Dios, abrid vuestros brazos de buenos cristianos y con ellos las puertas de vuestras casas destinadas a veraneantes a tanto necesitado de vivienda! Dios con su próvida mano os colmó, para probaros, de bendiciones y riquezas en la Tierra. Que vuestras obras respondan a tanta prodigalidad en la vida terrena para que sean dignas de la estimación pública, que es el mayor honor y gloria que otorga la Humanidad a los hombres de limpia conciencia y hermoso corazón, y para que sean dignas, también, de la estimación de Dios, que es la única finalidad y suprema aspiración del hombre.