domingo, 29 de marzo de 2009

Pregones a Madrigal


El Diario de Ávila, 11 de octubre de 1945
(e porque de vos e de los dichos vuestros servicios quede memoria...)
¡Madrigal!
Madrigal, la muy ilustre ciudad de la milenaria Castilla. Noble ciudad de esclarecida prosapia, condensada en tus inhiestas y soberbias torres. Torres desmochadas, ya, por el incansable discurrir de venturosos años.
¡Madrigal! Casa solariega de hidalgos caballeros, valerosos, populares, aplaudidos... Que en temerarias y sufridas gestas, llevaron tus pendones de brocados, del apartado Damasco, hasta los confines del hespérico suelo, brotando de tu seno, a borbotones, diáfanas canciones de victoria.
Preparada estás a lucir por entre cálidas, dulces y bondadosas sonrisas, las galas orgullosas de tu historia. Guardas, con fruición avara, en el seno de legendarias murallas; en cada una de las almenas de bermejos y seculares palacios; en el silencioso y recogido monasterio de barrocos y dorados altares; en el laberíntico trazado de tus calles; en el encrucijado caprichoso de callejas y plazuelas, y, hasta, en el guijo rodado de tu piso, guardas guirnaldas embriagadas de ambrosía de una edad lejana, pero nunca pasada ni caduca...
Preparada vas a reverdecer los laureles de patentes, gloriosas y titánicas grandezas. Demostrarás al mundo, con un crisol, los blasones de tu alcurnia, para pregonar que de tus entrañas amorosas surgió la grandeza de un imperio varonil y respetado. Siempre temido... siempre amado.
¡Madrigal! Torres ambiciosas en constante afán de besar el Cielo. Evocas con cariño de añoranza un pasado fuerte y viril de una edad temida y adorada.
Eres poeta sin pensarlo. En cada plaza; en cada calle; en cada casa, conservas un romance de amor o de odio, de dolor o de alegría. En cada piedra, un verso; en cada almena, un soneto.
¡Feliz y venturoso pueblo!

domingo, 22 de marzo de 2009

¿Volveré a contemplarlos?

El Diario de Ávila, 7 de octubre de 1947

Más de una vez intenté leer, pero la pesadez de la tarde, de una tarde otoñal, de cielo plomizo, me hizo soltar un pequeño volumen que contiene la maravillosa lírica de Gustavo Adolfo Bécquer y, en quererlo, al través de los cristales de mi habitación, observé, no sin honda emoción escalofriante, cómo las golondrinas, esos pajarillos de sagrada tradición, con el traje azabache, como el de la eternidad del labriego, iban agrupándose a guisa de enjambre sobre los tremulantes hilos de la luz; silenciosos y algo asustadizos por el ruido de vehículos en su constante ir y venir por la carretera. Al desgarbado aleteo, en el momento de posarse sobre los alambres seguía un silencio monótono y frío: parecían una legión de caballeros Templarios, de la época de Ricardo, Corazón de León, presenciando un torneo de la nobleza de York sobre la palestra.
El suave trino de sus misteriosas canciones se iba extinguiendo con cadencia melancólica, y en su perlesía seguían los movimientos de cualquier viandante hasta que se perdía de vista, o bien volvían sus cabezas blanquinegras para percatarse que el ruido que se había producido a sus espaldas era ocasionado por el caer de alguna hoja amarillenta, que, al desprenderse del árbol, bajaba lamiendo con bondadoso arrullo a las que todavía quedaban, y abandonada a su propia inercia postrábase en el suelo, junto al árbol con la palidez pergamínea de la muerte.
Las golondrinas volvían a agitarse, pero el rumor de sus alas cada vez se hacía más frágil y callado, hasta que el color de su plumaje quedó confundido con el negro de la noche. Al siguiente día esperé verlas, pero en vano: las golondrinas habían marchado... y el cielo continuaba plomizo. Un escalofrío me erizó, y sin saber por qué, sentí humedecidos mis ojos, y, como Bécquer, pensé: ¡Dios mío! ¿Volverán las obscuras golondrinas?