7 de diciembre de 1954
La lengua cárdena
de una campana, sin duda, anunciaba lo avanzado de la noche... Sobre la mesa
quedaba el libro abierto, cuando don Álvaro de Bembibre se disponía a escalar
el Convento... Mis párpados iban cayendo lentamente y, sin quererlo, quedéme
profundamente dormido en un dulce sueño. Jamás me hubo ocurrido.
Tuve el más agradable
de los ensueños: vime transportado a una casita de alegres ventanales, callada,
de olor sabroso de perniles. En una jaula de caprichosas cristalerías movía bullanguero
y cantarín un canario de oro, que se columpiaba haciéndome guiños con sus
topacios picarecos... Era yo pequeño, tan pequeño que apenas sin [sic] contaba
cuatro años. Unos brazos solícitos me sujetaban, unas manos finas, de
terciopelo, resbalábanse, una y mil veces sobre mi reclinada cabeza de sedoso y
dorado cabello. De ven en vez sentía la fragancia de unos labios maternales
descansando con inmaculado amor, en mi frente, en mis mejillas, en mis manos...
Y al arrullo de una inolvidable, tierna y delicada canción, íbame quedando
dormido en el regazo de aquella mujer, sufrida y hermosa, mártir y bella, que
al conjuro de una sonrisa abría horizontes de esperanzas...
¡Era mi madre, mi
madre hermosa, mi madre bendita, mi madre santa...! En seguida la reconocí... Y
cuando quise abrazarla, cuando prometí devolverle la sonrisa, el hado fatal de
la vida me volvió a la realidad... Encontréme con los fríos brazos del sillón,
junto a la mesa, frente al libro abierto y humedecido... Mis ojos nublados devanecían
la imagen de mi madre en una cosa borrrosa, sin color...
¿Recordáis por
ventura los años de vuestra infancia...?