Diario de Ávila
19 de febrero de 1948
19 de febrero de 1948
¡Ya sé que te elevaron al rango de ciudad!
¡Hace muchos tiempos que lo merecías! Pues eres la vestal que has mantenido
fiel el encendido fuego de tu escudo. Por tu humildad se elevaron, siglos
atrás, los más linajudos castillos de preclaros varones castellanos; por tu
caridad inmarscesible llevaste a tu regazo los más osados y atrevidos
cortesanos; y por tu perfume de ámbar y mirra afluyeron a tí las más hermosas y
honestas doncellas tan asediadas en los suntuosos palacios de Aragón y de
Castilla. Hasta tí llegaron los más celebrados y temidos monarcas, y los más
insignes políticos que tanta gloria dieron a España.
La Alta
Providencia quiso colocarte en el sitio más venturoso y de mayor peligro para
impedir el salto del intrépido Almanzor, y te regaló, como Ceres regalara a la
tierra, con los más exquisitos y sabrosos frutos sazonados de hermosos donaires
y castísimas gracias.
Tus frutales y
bancales de hortaliza salpicadas por el azahar de tus naranjos te ofrecen el
más maravilloso vestido para cubrir la espléndida esbeltez de tu inusitado
paisaje.
Ya sé que eres
Ciudad, ya lo sé, y por eso no has dejado de ser humilde.
Todavía suena en
mis oídos la dulce expresión tu lenguaje; llevo grabados en mi memoria el
altivo y arrogante castillo de piedras seculares, del favorito de la corte de
Juan II, don Álvaro de Luna;
el palacio; la Cruz del Mentidero y la Cruz Verde,
tus fontanas de cristalinas aguas: La Castellana y la de Las Monjas, tu puente
romano de medio punto llorando por sus ojos torrestes de lágrimas de la
afligida Gredos, veo, su fin, con los ojos del deseo el Santuario de la
Santísima Virgen de Lourdes, por el que tantas veces pasé, y escondido entre
exuberante vegetación de corpulentos árboles y bien nutrido y espejo follaje,
como escpando del ruido del mundo, el Monasterio de San Pedro de Alcántara, el
amantísimo maestro de Teresa de Jesús. ¡Cuántas veces
he seguido, observando las huellas que dejara el santo, el camino de este
Monasterio, y cuántas veces he sentido el placer del silencio de este sagrado
lugar!
¡Tú, ciudad
bendita de Arenas que lloraste la tristeza de la Condesa, que sentiste hundir en
tus carnes las garras del coloso francés cuando la Independencia, y sufriste
con heróica abnegación los escarnios de la última Cruzada, sí que has merecido
el título de Ciudad, de noble Ciudad, porque los has ganado con tus propios
merecimientos.
Tus fueron te
concedieron el derecho de apartarte de la cálida Andalucía y de la agostada
tierra toledana para acercarte más a Castilla, y así tienes alma de Quijote
como la tienen los viejos castellanos de las cinco villas que te guardan.
¡Ya sé que eres Ciudad, Ciudad una y muchas
veces bendita!
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